Marc Sautet au Café des Phares (Paris 1994) Photo: Wolfgang Wackernagel

domingo, 26 de diciembre de 2010

Salud Ciudadana




¿Cuál es el estado actual de la ciudadanía? ¿Qué significa ser ciudadano hoy? En esta breve aproximación se intenta comprender el origen y las consecuencias de la separación entre política y ciudadanía. Si el Estado se vuelve administración pura y dura, y la política se hace profesión que sólo busca mantenerse a sí misma, no es de extrañar que el pueblo piense que “los políticos son todos iguales” y que no sienta como suyo aquello de que “el Estado somos todos”. Se indaga en la diferencia entre ser persona y ciudadano, y no simplemente, cliente, consumidor, espectador o usuario, procurando trazar algunos puentes de conciliación entre la vida y la política.

****

Si se hubiera de definir la democracia podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona (María Zambrano, Persona y democracia).

Ha sucedido, en cambio, que durante el proceso de desarrollo ha habido un desprecio muy grande a los orígenes de la humanidad, en donde efectivamente tenían un significado muy alto la comunidad y la colectividad (Rigoberta Menchú, Rigoberta: la nieta de los mayas).

Presumes que eres la ciencia / Yo no lo comprendo así / Como siendo tu la ciencia / No me has comprendido a mí (Soleá de la ciencia, popular adapt. Enrique Morente).

Pero lo cierto es que el Estado en el que menos anhelan gobernar quienes han de hacerlo es forzosamente el mejor y el más alejado de disensiones, y lo contrario cabe decir del que posea gobernantes contrarios a esto (Platón, República, VII).

Cuando nacemos, cuando entramos en este mundo, es como si firmásemos un pacto para toda la vida, pero puede suceder que un día tengamos que preguntarnos Quién ha firmado esto por mí, yo me lo he preguntado y la respuesta es este papel (José Saramago, Ensayo sobre la lucidez).



Ciudadanía rota

Si es cierto, como parece, que los seres humanos a diferencia de otros animales comunitarios viven su vida paradójicamente, debatiéndose dentro de un mar que les ahoga y necesitan para salir a flote, entre su sociabilidad natural y su identidad individual que sólo puede irse fraguando con/contra el grupo a que pertenecen, la situación actual de la ciudadanía sólo representaría uno de los avatares de esta dramática relación. Nuestra “insociable sociabilidad”, propia de la naturaleza humana definida kantianamente, se nota en las cicatrices interiores que nos acompañan desde niños a cada uno de nosotros, se refleja en la rebeldía adolescente y en los conflictos y cambios sociales, en los sinsabores del usuario de la Administración, en las medidas preventivas y represivas que las instituciones disponen con el fin de mantener a raya a ciudadanos discordantes o en el mismo acto de creación y transmisión literarias.

¿Qué es lo que el ser humano siempre ha anhelado satisfacer a través de esta relación? Una armonía mínima que le permita vivir humanamente con los otros, convivir. Una contribución a su constante esperanza de ser feliz algún día. De vivir y de vivirse humanamente. Lo busca en cada relación que emprende y en cada relación que se descubre abocado a abandonar. Al igual que cualquier otro viviente, persigue denodadamente ser más, crecer y superarse, ir más allá de sí mismo que ha de desvelarse en cada convivencia. Por eso se mueve, es decir, actúa y vive. Pero tal armonía está hecha de retales de variadas texturas y colores, de ajustes y desajustes que han de irse zurciendo a cada paso. Es la lucha de la persona por ser algo más que un individuo en una sociedad que no sea una masa. Y la pérdida de continuas batallas. Así se vive actualmente la ciudadanía, como una ciudadanía rota.

En el presente impulso, nos preocupa dar voz a la gente, hablar de lo que se oye y de lo que se siente por ahí. Lo que suele hacerse y suele esperarse. La gente no siempre es fiable y confiable, pero cuando el repiqueteo resulta atronador, debe ser tenido por indicio o síntoma de amplias realidades sociales, la esencia del pueblo en cada momento. La gente, como sabemos, habla más de sí misma que de los demás, por consiguiente, no se refiere a fulano o mengano, más allá de eso aflora su estado de ánimo general, el estado de salud de los ideales del pueblo. Así que hablaremos de política. Y lo que la gente manifiesta es que el pueblo ya no siente la política. Cuando mejor había de sentirla como suya, una prolongación de su ser mismo ciudadano, en un entorno formalmente democrático, “nadie” quiere saber nada de “política”, salvo “aquellos” que lo tienen como medio de vivir o de escalar mejores posiciones de dinero y de poder.

Un modo ocurrente de contrastar este desarraigo ciudadano lo hallamos relacionado con el abstencionismo electoral, que por sí mismo bastaría para desacreditar a la más avanzada de las democracias. Si el voto se convierte simplemente en un medio para justificar el funcionamiento del sistema democrático mismo, la excusa para gobernar mercadeando con él, es natural que la percepción popular de tal realidad produzca abstención como excrecencia. Pero, si se hace consistir en el voto el principal instrumento de participación democrática y no hay suficiente participación, entonces habría serias dudas de la legitimidad del poder democráticamente obtenido. Como la democracia, se dice, es el menos malo de los sistemas políticos posibles, y como una mayoría de la población va subsistiendo materialmente mejor que en otros tiempos, la farsa se prolonga en el tiempo y cada uno asume su papel en el reparto, aunque sea con poca convicción. Tan poca convicción que hace que sea durante una retrasmisión deportiva cuando pronunciemos con mucho menos repeluzno y con mucho más entusiasmo y preocupación el “nosotros” autoidentitario.

Quiere decirse que de la época griega del zoon politikon, es decir, cuando reinaba la indistinción entre ciudadanía y política dado que la sociedad era una con la política, después de muchas desventuras y de graves sacrificios, hemos desembocado últimamente en la nuestra, en un abismo difícil de franquear, un hiato que ocasiona la política separada de la ciudadanía y al ciudadano separado de la política. Después analizaremos, quizá, su más relevante punto de inflexión: el momento en que la Política se hace profesión y el Estado se convierte en administración.

Algún tiempo pasado siempre fue mejor

La ocasional vuelta al pasado no significa sucumbir ante un estado nostálgico del ánimo ni ha de resultar tampoco una huida del presente, pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor. Puesto que el futuro tiene que ser construido todavía, rescatar opciones del pasado que acompañen las posibilidades actuales puede ser altamente útil y edificante. Podríamos recordar algunas de las virtudes del antiguo modelo político griego. No el que expusieron en sus escritos algunos de sus autores más clásicos, sino el de la realidad social de la polis ateniense que inspiró aquellas contribuciones teóricas. Un modelo de integración político-social, en el que era posible encontrar ciudadanos y conciudadanos. Si el hombre era concebido como “animal político”, lo era debido a su arraigo e integración social.

Cuando no había distinción entre sociedad y política, y por tanto, tampoco entre política y ciudadanía. Cuando las cuestiones políticas (la lucha por el poder y su distribución), eran una parte de las cuestiones sociales. Cuando lo social, entonces, incluía lo político. Un momento privilegiado de la conciencia humana acerca de sí misma, cuando ésta preguntó racionalmente por la naturaleza humana. En Grecia ocupó todos los foros de discusión de las escuelas filosóficas a partir del siglo V a. de C. Aunque, la pregunta misma ya prefiguraba la respuesta: si el hombre ha de tener una naturaleza, es que forma parte de la Naturaleza, de la physis, de la naturaleza general de todos los seres existentes. Como los demás, el hombre es un ser inmanente a ella, surge de ella y en ella desaparece. En lo cual se da una coincidencia bien significativa con otros pueblos “primitivos” o “tradicionales”, que viven su vida arraigada socialmente pareja a su integración armónica con la naturaleza.

El mundo se le presenta al hombre griego antiguo ordenado, y por eso finito, como también lo es el hombre mismo, de ahí que éste viva volcado en su ciudad, en su comunidad, compartiendo y completando su propia naturaleza limitada con otros hombres que tienen sus mismas preocupaciones, sus mismas esperanzas y temores. Con esto romperá claramente la modernidad: el hombre no tienen límites. Y a partir de tan arrogante e insolente momento, comenzará el exilio del individuo dentro de la sociedad.

Pero, este acto de autoconocimiento deja patente otro rasgo fundamental: puesto que puede hacerse consciente en él lo que es el mundo, posee logos, y la physis puede hacerse en él "palabra", signo comunicativo. De ahí que el hombre sea por naturaleza un ciudadano, no un solitario. Sin la sociedad, sin su comunidad, el hombre no es nada, sólo un desarraigado que a duras penas puede vivir humanamente (por eso, en este mundo el ostracismo o el destierro podían tener valor penal). No ha llegado todavía el individuo. La comunidad es la política del pueblo.

De donde se deriva la conclusión más obvia: si esta naturaleza es común a todos los hombres, por esa misma razón, la sociedad ha de ser democrática. Y nos encontramos, por primera vez, con el método con que se ha plasmado el ideal de vida social integrada en Occidente. Este “despertar” de la conciencia de la armonía entre el individuo y la sociedad, luego de mil formas acallado y sojuzgado hasta perder su noción y herir de muerte su ilusión, siempre estuvo, desde entonces, latente en nuestra historia. Un anhelo de lo que no se tiene totalmente, un atisbo, una reliquia de lo que una vez nació y murió, quedando su reseca y pétrea sustancia acartonada.

De otras culturas podemos aprender otros métodos. En las sociedades preestatales y en las comunidades tradicionales que perviven o han pervivido hasta hace poco, en desigual batalla con la cultura regida por la racionalidad tecnológica. En las comunidades aborígenes de las que la Antropología constituye un buen museo donde han quedado expuestas o grabadas sus voces e imágenes en peligro de extinción. Mucho podríamos aprender de ellos, antes que desaparezcan. Por lo menos, algo muy básico y valioso: si queremos ser felices, unos con otros, todo lo mucho o lo poco que se pueda, hemos de aprender a convivir también en el seno de la Naturaleza, con sus leyes sin violentarlas según se hace a partir de la versión moderna del método científico, y con los otros seres junto a los que formamos la trama de la vida. El arraigo social tiene su principio en el arraigo natural.

Inclusive, se puede decir que puede haber dominio y jerarquía y aún encontrarse integración. Sin ir más lejos, así quedaba registrado en la República platónica, que no era democrática. Cada uno, y cada grupo social, aporta lo mejor que puede aportar a la armonía (o justicia) de la ciudad. Contribuye según sus posibilidades, todas las capacidades son necesarias. Si alguna parte pretende recibir sin dar lo que le corresponde, la comunidad se resiente, se corrompe y está abocada al fracaso. Por eso es tan importante que los que han de tomar decisiones políticas, que afectan a todos, no sean corruptos, porque su objetivo debe ser el bien común, como todos los demás. Han de gobernar los que menos anhelan gobernar para que así no actúen persiguiendo sus propios intereses o de los suyos. Cierto que desde una perspectiva histórica encierra el modelo platónico numerosos peligros, que pueden resumirse en su carácter antidemocrático. Enfatizó Platón la diferencia, el correr de los siglos ha permitido comprender que la diferencia ha de emerger del poso de la igualdad.

Tampoco carece de sentido que, a veces, por desgracia, la gente prefiera a un tirano. Y esto lo saben utilizar muy bien los tiranos. Lo que más desea el ser humano, ser social, es convivir en paz consigo mismo y con los demás. Y, cualquier promesa de vida que enfatice esta necesidad, tiende entonces que ser preferida. Porque la clave de esta añorada armonía entre el individuo y la sociedad es que los individuos no sientan el poder: que lo que se hace o se decide, tanto si provine de una instancia cercana como si es lejana, sea tenido como propio y no posea rastro de impostura. No sea extraño ni produzca alienación.

Sin embargo, ningún sistema social posee tanta potencialidades como la democracia, tantas excelencias para poder conciliar socialmente lo que hay y lo que debiera haber, ningún método puede comprenderse ni justificarse mejor para la resolución de los abundantes conflictos de todo tipo que caracterizan la actual sociedad compleja y global en que vivimos. Porque la democracia es el momento y el espacio en donde “no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona”, escribió María Zambrano. Pero, ¡ay!, justo cuando se lo pone en los papeles de manera oficial, y se consigue crear multitud de instituciones que la defienden y la trasmiten, el pueblo siente que a la democracia se le sustrae su auténtica esencia democrática delante de sus propias narices, secuestrada por el mercado, la organización y la lógica profesional.

Negociar curvas gestionando parques

En nuestros días, bien lo sabemos, demasiadas cosas se han vuelto administradas. Es el precio de la complejidad social. Se administra todo lo administrable (reduciendo todo a administrable) a los administrados. El Estado se ha transformado en buena medida en “gestor” (que gestiona), y no tanto que alumbra realmente nuevas y mejores iniciativas. Tanto es el entrenamiento popular, que los administrados a menudo se olvidan de exigir otra cosa que no sea una buena gestión. La eficacia y la rentabilidad se pavonean ante cualquier otro valor, lo que significa el triunfo pleno y casi sin fisuras de la Razón Instrumental.

Como se encargó muy bien de describir Max Weber, un agente es máximamente racional cuando es capaz de emplear los medios más adecuados para lograr eficazmente un determinado fin; en un grado inferior de racionalidad se situaría el agente que actúa de acuerdo a valores, puesto que corre el riego de no sopesar bien las consecuencias de su acción; no digamos el acto afectivo, determinado por impulsos emocionales; y en el último lugar de la escala, lo más irracional que puede llegar a realizar un agente, estaría el acto de seguir una tradición, dado que se asume mecánicamente y por inercia social. De este modo, se ofrecen al hombre de hoy, al ciudadano consciente, dos alternativas: o bien cae en la cuenta de que casi todo lo que hace (y se ha hecho a lo largo de la historia) es en su inmensa mayoría irracional o carente de sentido, por consiguiente, la pirámide de sus acciones estaría boca abajo; o bien, concluiría que este señor no ha comprendido nada, que no le ha comprendido a él y que es mejor que lo que dice siga escrito en un libro.

Pero una cosa es lo que de hecho suele hacerse y sentirse, lo que encontramos en la vida corriente de la gente, y otra cosa muy distinta es lo que se ha ido organizando de acuerdo a tales ideales racionalistas de la modernidad, que ha dado lugar a numerosas construcciones institucionales que luego operan sobre todos nosotros convertidas en “férreos estuches” que encorsetan nuestros deseos y nuestras intenciones. Una irracionalidad destructiva que haría de la vida del individuo algo insoportable, hasta el límite de sentir a la sociedad como algo a lo que ha de enfrentarse y de lo que ha de sacar el máximo provecho, como manda la “máxima eficacia racional”: he aquí una trágica incomprensión mutua.

El acto propio del management está de moda y por todos lados se oye y se percibe. Hasta los vehículos deben negociar, se dice a veces, las curvas de la carretera. ¿Deben los centros educativos, los hospitales o los espacios naturales gestionarse? Tamaño debate tiene casi siempre una orientación previsible: se ha vuelto necesario gestionar. Lo que sucede es que constantemente se toman modelos sistémicos provenientes del mundo del dinero y el poder, y se aplican, por ejemplo, al mundo de la ciencia (que se pone al servicio de la explotación comercial), al mundo del trabajo (que ahora se transforma en recurso humano), al tiempo no laboral (y ahora se gestiona el ocio y el tiempo libre), a las relaciones familiares o sexuales (que han de ser planificadas), a la sanidad y a la educación (que han de ser rentables y estar orientadas a la productividad), o bien, a los espacios naturales (ahora convertidos en parques gestionados). Y, entretanto, algo de nosotros se queda en el tintero, no realizado, sollozando y ocasionando patologías psico-sociales típicas de nuestro tiempo.

Si así es la sociedad que nos invade, no es raro que algunos se bajen en la estación más próxima que puedan hacerlo, que otros se evadan o se vuelvan adictos de múltiples maneras posibles a las primeras de cambio, que otros saquen el mayor provecho posible de los bienes públicos, y todos, o la mayoría, prefieran ser individualistas en una extraña sociedad de extraños que no conoce a nadie si no es a través de su número digital o su tarjeta de crédito (salvo a los famosos).

Poca cosa queda, pues, más allá de la gestión, auténticamente humano y digno del pueblo. En un mundo globalizado, sin Estados-nación, las decisiones se toman fuera, por lo que se vuelven más extranjeras y extrañas aún. Los “señores del aire”, de las finanzas, del mercado, de las comunicaciones, esos nuevos señores feudales (Javier Echeverría), son los auténticos renovadores de un feudalismo desplegado unidireccionalmente: les servimos a ellos, pero ellos nos sirven para que les sirvamos más y mejor, convertidos en datos estadísticos con los que poder componer mejor el mapa de la inversión y del beneficio, un beneficio muchas veces indecente por desorbitado y extremadamente insolidario. Quizá no tengan nombres y apellidos, quizá no controlen las “grandes” decisiones de la agenda mundial, quizá compitan entre ellos y no estén coordinados entre sí, quizá sólo quieren ganar dinero y obtener poder para vender más y tener más dinero. ¿Estarían así “ellos”, también, atrapados, alienados?. Quizás, tan sólo buscan persistir.

Una voluntad de poder decadente necesita del otro para reafirmarse a sí mismo en su ser. No ha sido esto tan raro, sin embargo. Más bien ha sido una constante en la vida humana desde su origen. El ser humano ha procurado poner a su servicio su entorno, convirtiéndolo en medio para sí mismo (lo que está inscrito en su peculiar capacidad técnica). Efectivamente, dentro del orden del ecosistema natural, los seres son medios para otros seres sin conciencia de ello, por tanto, sin rebeldía. Pero, el homo sapiens es diferente (por eso se interpretó mal a Darwin): la lucha por la supervivencia significa en él no ser medio para otro, más bien, poner a su servicio al otro. Ser el único vencedor. Escapar al destino (¿es, acaso, éste nuestro destino?). Así que estamos ante un viejo escenario, sólo que ahora reproducido bajo al forma de poderes fácticos o de la diversas formas de autoridad. 

No es difícil de entender, entonces, que el interés sistemático del Estado sea también persistir y perpetuarse, de acuerdo a la lógica humana de donde procede. Si hace falta, plegándose a los señores de la aldea global y a sus fines, si hace falta redirigiendo las demandas ciudadanas hasta convertirlas o integrarlas en áreas administradas. Así, una vez más, como es corriente en nuestro tiempo, el medio se transmuta en fin, en este caso, el gestor se hace gestante de sí mismo. Y, a partir de ese momento endogámico y solipsista, el Estado ya no administra bien y el ciudadano no siente que sea Estado. Del tiránico “el Estado soy yo”, al tiránico múltiple y sin rostro “el Estado somos todos”. La sociedad camina por su lado, la sociedad civil ya no es el Estado, de modo que no es de extrañar que proliferen organizaciones no gubernamentales, allí, en tantos sitios donde no llegan las inercias de los procedimientos estatales. Pero, ¿qué hay de los que deciden cómo se gestiona, los políticos? Los políticos, se han profesionalizado.

Por qué los políticos son todos iguales

“Los políticos son todos iguales” reza el dicho popular contemporáneo, que no es lo mismo que decir que todos los políticos sean iguales, sino que se parecen en algo. Es a lo que se refiere el pueblo en cuanto pueblo, como verdadera instancia ético-social que es. Quiere decirse que siguen, en general, la misma lógica, las mismas estrategias aprendidas en la misma “escuela”, la de la profesión política. Cada profesión tiene su propia lógica de acción que cohesiona a los sujetos que la integran, al forzarlos a convivir en parecidos contextos, ejerciendo sobre ellos una fuerza gravitatoria a la que es difícil resistirse. Se funda su peso en la tradición que se va consolidando poco a poco a medida que se van generalizando determinados usos y costumbres. Desde luego, nos influye mucho lo que “se hace”, porque a fuerza de hacerse se vuelve “normal”, va pasando desapercibido y se transforma en algo valioso. Ocurre en la práctica, sí, que el “es” deviene un “debe”. Constantemente está pasando. Por ejemplo, en un ambiente socio-político en donde la corrupción sea frecuente, no sólo es difícil no caer, pues es más complicado resistirse, sino que la caída pierde todo su anterior valor negativo.

Si nos referimos a nuestro contexto político próximo, lo cierto es que los políticos se han ganado a pulso la mala fama que tienen. Sobre todo desde que no hace tanto nos levantábamos cada mañana con un nuevo escándalo político o una prolongación del anterior. Menuda educación ejemplar ha ido recibiendo la población española, especialmente los jóvenes. De ahí el dramático mandato juvenil a Zapatero: “no nos falles”. Y es que los políticos están ya en el “tiempo de descuento”. Un síntoma muy claro es el descrédito popular de las “versiones oficiales”, ya sean declaraciones, informaciones, aclaraciones o desmentidos. El dicho popular “piensa mal y acertarás”, en política, se ha vuelto, desgraciadamente, casi una llave maestra para comprender lo que hay detrás de las palabras que se pronuncian sobre cualquier asunto o suceso delicado.

De manera que el pueblo ha llegado a la convicción de que la mayoría de los miembros de la Clase Política están trazados por la misma tijera, sean del signo que sean, puesto que en la selva de la política, aquél que sobrevive es básicamente “un igual” que ha entrado por el aro de las embestidas del tráfico político interno y ha aceptado sus reglas, ya que de lo contrario, o bien, lo han echado haciéndole la vida imposible, o bien se ha ido él, cansado o asqueado. Son muchos los ciudadanos potencialmente valiosos para la comunidad que, o no desean mezclarse en política o lo han dejado. Y así, es normal que aquéllos que se quedan tengan un aire de familia en su comportamiento, es una cuestión de selección natural.

No puede ser que a los Profesionales de la Política se les llene la boca de democracia y vivan y se relacionen dentro de instituciones tan poco democráticas. Lo que muestran con sus prácticas ante el público es que ellos mismos no creen en la democracia, si no, no se entiende que tengan que recurrir continuamente a mecanismos predemocráticos, cuando menos, para que a la hora de una votación ya esté todo resuelto de antemano a su favor. No puede ser que el político que vaya escalando la jerarquía del partido sea el más capaz, pero de conseguir alianzas internas utilizando cualquier medio a su alcance. Para conocer detalles del político al uso, no hay más que escuchar con atención lo que dicen sus adversarios políticos: debe constarles lo que suele hacerse en política. En realidad, los políticos se nos aparecen, desde fuera, bastante previsibles, porque suelen hacer lo mismo o muy similar en parejas circunstancias. Y es que en el fondo, sean del partido que sean, responden a un mismo patrón de comportamiento. Son bastante conservadores.

Veamos algunos rasgos de esta dinámica conservadora, sus herramientas discursivas de consolidar el poder, sea cual sea la cuota de poder de que se disponga, aptas para defender su situación social de Clase Privilegiada que monopoliza el poder, contribuyendo a construir una democracia a su medida, en donde los Políticos resulten tan imprescindibles como también lo han logrado, por ejemplo, la Banca o las Aseguradoras: reducir la voluntad general a votos del pueblo, mercancía con la que poder comerciar en su lucha por el poder; extraer del mundo de la vida y de la cultura aquellos ideales que, convertidos en grandes palabras vacías de significado, puedan ser utilizados para justificar y adornar cualquier política conveniente de partido; poner mucho cuidado en sus declaraciones y discursos de manera que no aclaren, ni expliquen, ni argumenten, ni enseñen nada, pero que puedan fácilmente vertirse como titulares periodísticos; recurrir al asesoramiento experto y a la estadística para justificar sus posiciones es de lo más corriente; también suelen enmascarar los debates públicos, defendiendo que ya se ha dialogado, que ya han intervenido todos los interlocutores correspondientes, que ya se ha tomado nota. Aunque, de cara a la galería, forzando así una democracia de las apariencias. 

Si nos fijamos, están acostumbrados a atender prioritariamente asuntos que no tienen más remedio que atender, porque hayan trascendido a la opinión pública o porque se ejerza algún tipo de presión social sobre ellos. El resto del tiempo atienden “sus asuntos”. En ocasiones, incluso se ven impelidos a crear nuevos problemas o a alimentar otros añejos ya superados por el pueblo, como ocurre a menudo en los casos del nacionalismo europeo contemporáneo. Y, en definitiva, de nuevo encontramos que la política, que es de por sí un medio al servicio de la sociedad, se transforma en un fin en sí mismo que sólo busca perpetuarse como subsistema social. En resumidas cuentas, la separación entre política y ciudadanía recibe, de esta manera, su ración cotidiana por obra y gracia de los Profesionales de la Política.

La sensación de ser instrumento de otro, de estar siendo cocinado en la trastienda y preparado, listo para el buen provecho del interés de otro, es de lo que peor sienta al ciudadano consciente. Por eso, la tesis del Ensayo sobre la lucidez de Saramago, por sorprendente e inesperada que parezca, no es ni mucho menos descabellada ni improbable. La idea de que en la capital de un país el ochenta y tres por ciento de la población vote en blanco, al unísono y con toda la tranquilidad del mundo, realmente es difícil de imaginar y es lo que añade a la novela una especial fuerza dramática. Pero la base argumental es bastante sólida.

Verdaderamente, el descontento de la Política Profesional y sus políticos tiene durante unas elecciones poco cauce de expresión. ¿Cómo puede el pueblo decir en voz alta que en el fondo, en el fondo, no le satisface ninguna opción política, que si vota es por inercia y por colaborar con la democracia, ya que es mejor que otra cosa? Hasta ahora, la consigna popular tácita más seguida ha sido la abstención. Pero, ¿vale de algo? Realmente de nada. Pues, ya se repartirán proporcionalmente el poder los políticos de turno a partir de los porcentajes obtenidos, por muy pírrico que haya sido el número efectivo de votos. El hecho de que haya habido poca participación no le preocupa, para sus adentros, lo más mínimo a la Clase Política, mientras se tengan suficientes pretextos y medios legales para ejercer el poder. Una abstención de más del cuarenta por ciento ya debería hacerles pensar (y al sistema mismo cuestionarse), no digamos si es del cincuenta o del sesenta por ciento, como se da a veces de hecho. Como no es así, que parece ser que lo más importante es que todo siga igual para que el “negocio continúe”, la opción masiva del voto en blanco no ha llegado, pero puede llegar.

Por consiguiente, es posible que si se pudiese recuperar algo de lo que debe ser, en este caso, que la política fuera propiamente un medio, quien sabe si podríamos reencontrarnos con la ciudadanía perdida. Si fuera posible que la sociedad civil recuperase la capacidad de trazar sus propios fines y que, tanto la expertocracia como la política estuvieran a su servicio y no al revés, quizá entonces tendríamos una ciudadanía más dueña de su propio destino, de acuerdo a la altura de nuestro tiempo.

 

Qué significa ser ciudadano hoy

 

Ser ciudadano significa ser persona siendo ciudadano, y no simplemente individuo cliente, consumidor, espectador o usuario. Para el ser humano individualmente considerado, ser persona supone desenvolverse como humano, lo más humano de él, lo más irreductible, misterioso y sagrado, ineluctable. De donde brota la trayectoria de su acción, siempre abierta al futuro, siempre libre, manantial rebosante del que emerge la individualidad, la sociedad y la historia. De no ser así, no habría individuos ni sociedades diferentes, ni historia distinta, es decir, no habría historia y no habría sociedad humana que valga (María Zambrano). Llamamos “pueblo” a la voluntad personal hecha sociedad y “ciudadanía” cuando se muestra acción política. Por eso, el espejo social en que se mire la política ha ser el pueblo, esa voluntad general de la que hablaba Rousseau, condición necesaria para una ciudadanía efectiva, único correlato político digno. Junto a la persona estaría siempre asomándose el individuo, en constante trance de perderse en la generalidad, apto para convertirse en masa invasora de espacios reservados, reconvertible en anónimo usuario y un cliente rentable, siempre ávida de nuevos bienes de consumo. El hombre doméstico y domesticable, comparsa útil de cualquier nueva necesidad prefabricada a la manera mercadotécnica.

 

Por tanto, la ciudadanía tanto si es ejercida individualmente como si lo es socialmente, constituye auténtica ciudadanía si late la persona, consciente y crítica, atenta y activa, capaz de proyectar su futuro a partir de los mimbres de la realidad histórica de su tiempo. Si sabe a cada momento poner a su servicio ideas e instituciones, las fuerzas y los recursos políticos, económicos, administrativos o legales. La pandemia de la ciudadanía fragmentada e inerme tiene su origen coadyuvante en el hodierno virus del medio hecho fin autónomo y endogámico, cuando la persona y la ciudadanía (persona política) se fueron haciendo medios, deshumanizándose y despersonalizándose. Pero no basta inmunizarse contra el “mecanismo”. No basta habituarse, de modo que las nuevas patologías sociales e individuales, de tan frecuentes, se tornen “normales” y soportables. De tal modo que los medios continúen transformado la sociedad y la historia a su imagen y semejanza, siguiendo su propia lógica tecnológica, que no siempre alumbraría lo mejor, aquello que deseamos para “nosotros” proyectado hacia el futuro. Porque, puede que algún día, que puede ser éste, nos preguntemos como hace Saramago en su novela, Quién ha firmado esto por mí.


Nunca es tarde para recordar el imperativo ético kantiano en clave social y aplicado a la res publica: Procuremos obrar de tal manera que usemos la humanidad, tanto en nuestra propia persona como en la persona de los otros, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio; pongamos medios, instituciones y recursos que estén verdaderamente al servicio de las personas y sus derechos en cuanto seres humanos. Esta exigencia ha de venir desde abajo, desde cada un de nosotros (y si no lo hacemos, las circunstancias sociales y ecológicas, cada vez más apremiantes, nos forzarán a ello), pero al mismo tiempo, ha de transformarse en obligación institucionalizada desde arriba, desde instituciones hechas a la medida de la persona. Transformar el mundo nunca ha sido tarea de uno solo, para eso tenemos la sociedad. Sólo necesitamos una sociedad humanizada. Éste el fin, el medio es la política. 

 

Como siempre late el pueblo (versión social de la persona), y a pesar de la degradación “masiva”, en determinados momentos se ejerce verdadera ciudadanía. No son tan pocos los ejemplos en nuestra historia reciente. Es cuestión de rebuscar algo en la memoria y, sin demasiado esfuerzo, aparece la actitud de pueblo en episodios como la pacífica y consensuada transición española; como sucedió con ocasión de la fraudulenta invasión de Iraq, que nos hizo sentir ciudadanos del mundo; con la reacción inteligente y despierta de la ciudadanía frente a la grotesca representación política tras el Onceeme; o por ejemplo también, la anticipación ejemplar y solidaria del pueblo a la política y sus políticos, a causa del desastre ecológico y humano del Prestige. Todos estos acontecimientos ciudadanos, sobre todo los más recientes, nos llevan a esperar que no todo se ha perdido, que el pueblo sigue estando ahí siendo sujeto. Que si llegado el momento hay que reaccionar, se reacciona, que no hemos sido totalmente acallados por la monótona lluvia de instrumentalizaciones que penetran continuamente en nuestras conciencias y en nuestras casas e instituciones, una vez que se rompió el cristal y la invasión de los medios tuvo expedito el camino.

No obstante, los anteriores son ejemplos de ciudadanía reactiva, y se requiere algo más, una ciudadanía proyectiva. Capaz de dotarse a sí misma de las herramientas y los procedimientos que satisfagan una mínima estabilidad normativa e institucional, un colchón dúctil y cómodo que propicie todos aquellos cambios que sean menester para poder evolucionar sin perder nuestro horizonte humano que nos dio origen y que nunca hemos de perder de vista. Un posible hilo que tender sobre la grieta que se ha abierto entre la vida ciudadana y la política, entre la persona y la sociedad, podría anudarse a partir de estas dos lazadas:

Por un lado, tomar conciencia de que no somos islas separadas e incomunicadas, que compartimos, sin ir más lejos, los mismos problemas básicos de todo ser viviente y de todo ser social, que el individualismo universal y necesario no tiene futuro; sería suficiente observar que compartimos los mismos intereses y las mismas necesidades que nuestro “vecino” y que éste aspira a lo mismo que nosotros, ya sea un miembro de mi familia, de mi grupo, de mi etnia o de mi barrio (o de cualquier parte del mundo), para que nos comprendamos mutuamente afectados de la misma manera y abocados a entendernos, coordinando nuestras dispares posiciones sobre lo mismo.

Por otro lado, tenemos una urgente necesidad de estructuras normativas y organizativas flexibles, que puedan acoger iniciativas, embriones organizativos, nuevas visiones y nuevos métodos de convivencia transculturales; necesitamos esquemas de procedimientos adaptables y revisables según las necesidades de todos los interlocutores y de todos los actores relevantes sin exclusión. Como se ha dicho, la imprescindible exigencia popular desde abajo ha de ser completada desde arriba en forma de obligación institucionalizada. Siempre revocable, siempre reformulable, constantemente pulida y adecentada, nunca impuesta de modo autoritario.

Y esto no puede ser todo.
__________
Publicado en Alfa (Revista de la Asociación Andaluza de Filosofía, AAFi), nº 19-20, diciembre de 2006-junio de 2007, pp. 187-99, con el título: "Breve diagnóstico de salud ciudadana (de andar por casa)".

No hay comentarios:

Publicar un comentario