Marc Sautet au Café des Phares (Paris 1994) Photo: Wolfgang Wackernagel

viernes, 26 de julio de 2013

EL GOBIERNO DEL PUEBLO 5/5

5 – Nueva transición democrática


—Pero, ¡a dónde vamos a parar! ¿Está usted proponiendo el final de los partidos políticos, el final de la democracia? —Si usted iguala ambas cosas… Para empezar, los partidos políticos son, quizás, las instituciones políticas menos democráticas que tenemos. Con sus propios mecanismos internos —no escritos ni confesables— de ascenso hacia la cúpula del poder en el partido, con su disciplina de voto, con la ausencia de discrepancia por mor de la santa gobernabilidad, con la previsibilidad de sus discursos, y su conservadurismo (conservar el poder a toda costa, todo el tiempo que se pueda) sean de izquierdas o de derechas —por cierto, una falsa diferenciación ideológica que sirve para dirigir el voto hasta la urna de su propio partido cada cuatro años—, y hay más…, con sus listas cerradas y repleta de candidatos puestos ahí e ignotos para el pueblo, con un sistema electoral a su servicio… ¿Quiere más? Hay más, por desgracia. Pues bien, el pueblo está pidiendo una democracia más real, una democracia al servicio del pueblo y a favor del bien común. Una nueva transición política, podríamos decir, si hablamos de nuestro país. Un cambio radical en la forma de entender y de hacer política, que la de ahora se está viendo a las claras a quiénes sirve dócilmente (a la luz de esta crisis de la economía virtual de los “mercados financieros”, que ha arrastrado a la economía productiva al haberla hecho depender de ella y haberla convertido en menesterosa de su graciosa “confianza”), si hablamos de la esfera supranacional. Hace falta la inclusión de nuevas personas con una manera diferente de gobernar: la mayoría de los políticos de profesión, que llevan tantos años metidos en la política, han quedado moralmente inhabilitados, por acción, dejación o acomodación. Es por ello que el pueblo exige savia nueva. En nuestro ámbito, hemos pasado hace algunos años de la dictadura a la democracia, pero ciertos usos y costumbres de la etapa anterior parecen haber pervivido. Y si no, fíjense en los mecanismos de corrupción con que nos amenizan cada día los medios de comunicación. Nos resultan familiares. Algunos llaman a lo que se necesita una nueva cultura política, nosotros preferimos hablar de educación política, que es también educación ciudadana, comenzando por los que han obtenido alguna responsabilidad pública, los que están más arriba en el poder, que habrían de ser modélicos y no lo contrario. Y si el pueblo no exige lo que debe ser —que ya se sabe desde siempre lo que es—, no habrá nada que hacer. Democracia del pueblo, para el pueblo y la humanidad, más directa, más participativa, con mayor implicación social, sin permitir lo más mínimo que otros gobiernen por nosotros sin nosotros. Y es educación política porque, aunque cueste algo de trabajo, las costumbres, igual que se crean se pueden re-crear. Las malas costumbres —dice el pueblo— se adquieren pronto; y es cierto, a las malas prácticas habituales no es fácil sustituirlas, hay inercias difíciles de reconducir, pero se puede. ¡Vaya si se puede! En otras ocasiones se ha podido; aunque ha de ser entre todos nosotros. Ciudadanos vigilantes, activos…

lunes, 22 de julio de 2013

EL GOBIERNO DEL PUEBLO 4/5

4 – Condiciones para el buen gobierno


¿Es bueno para todos nosotros que la política sea una profesión? No lo parece a tenor de los hechos. Así observamos a los centenares o miles de truanes dedicados de por vida a la política. Se ha convertido en una de las grandes salidas profesionales de estos tiempos. Extrapolando la función que tenían como forma de ganarse la vida —en otros tiempos no tan remotos— el ejército, la iglesia o el embarco a unas indias cualquiera para labrarse una mejor fortuna. Seguir la carrera política ofrece prestigio social, favores que canjear y una vida plagada de comisiones, gastos de representación e información privilegiada. Y si las cosas se tuercen al cabo de un tiempo —muchos tienen suerte y nos les pasa—, he tenido tiempo de preparar mi jubilación aceptando la acogida que se me oferta con intereses desde sector privado. Primera condición, que ya ha sido señalada, para estar en política responsablemente y se te pueda conceder dicho privilegio: estar preparado y demostrarlo al pueblo, que controlaría tu gestión muy de cerca. Segunda condición: además de perseguir el bien común, tu paso por la política estará delimitado temporalmente. Tú ya tienes una profesión u ocupación laboral, la que sea —siempre que no sea la de vago o maleante, ni tengas antecedentes por tu escaso amor a lo público— y luego vuelves a tu misma profesión al cabo de un número determinado de años: pongamos entre cinco y diez. ¡Y no podrías tener más patrimonio del que tenías antes de tu función política! —Hombre, así no me interesa. Tanta responsabilidad, estar con éste y con el otro, tantas horas sin horario de dedicación…, no lo quiero para mí y no lo aconsejo a mis hijos y conocidos. Ya que estoy ahí trabajando para tantos, ¡que yo saque algo! ¡Hombre, por favor, habrase visto! ¡Que luego son muchos los que se benefician de mi trabajo y de mi buena labia! ¿Por qué no habría yo de sacarle también partido? No se puede decir, pero se puede hacer, y si me pillan, diré que no me arrepiento de nada, que tengo mi conciencia muy tranquila, ya que eso es lo que se hace y es lo que hace la mayoría, y si no, para qué… (esto ya lo diría off the record) —No te preocupes, si tu casta da un paso atrás, dejaríais sitio para muchas personas valiosas y honestas que están ahí y no se atreven porque saben cómo es la política y están muy desencantados (de hecho, muchos dejaron la política… y dejaron el campo libre a otros con menos escrúpulos). Tercera condición: el pueblo tiene derecho a saber de ti, “ya que quieres trabajar para nosotros…, queremos ver también tu currículo oculto a través de los que han estado contigo, a los que has mandado, los has beneficiado o los has perjudicado con tus decisiones. Y te queremos conocer muy bien, tu vida pública al dedillo, con total transparencia, por si luego nos mientes o nos ocultaste algo en su día. ¿Y qué piensas del mundo en que vives, cómo te ves a ti mismo y a la humanidad, qué, cómo ves su futuro? ¿Cómo estás de ética, has superado el nivel tres de desarrollo moral en la escala de Kohlberg (pongamos por caso)? Recuerda: el primer nivel se rige por premios y castigos, y todo está bien hecho mientras no te pillen (ahí están situados los niños hasta los seis o siete años); el segundo, sigue la máxima del ojo por ojo, hago lo que me hacen, hago lo que veo y me adapto muy bien a las circunstancias; esto empieza a cambiar hacia la adolescencia, estadio tercero en el que ya tienes muy en cuenta el efecto que causamos en los demás, y entonces preocupa mucho el quedar bien ante los que son como tú, para recibir reconocimiento y elogios”. —¡Ah! ¿Pero se puede llegar más lejos en el desarrollo personal. —Pues sí, ¿no lo sabías? Hay tres grados más…

viernes, 19 de julio de 2013

EL GOBIERNO DEL PUEBLO 3/5

3 – La perversión de la política y su regeneración


            ¿Quién puede ser político? Ya sabemos, desde antiguo, que todos somos políticos por nuestra simple pertenencia al cuerpo social. Todos estaríamos capacitados, basta poner empeño y nuestras mejores cualidades ciudadanas: el sentido moral del respeto mutuo y de la justicia política, que están repartidas entre todos por igual, para que no disputemos por ello, sino que lo usemos para no dejarnos gobernar por otros y podamos gobernarnos a nosotros mismos en comunidad. Así lo dispuso Zeus, asentando la base humana para vivir democráticamente, que no sería posible sin contar con la racionalidad dialogante (lógos) propia de la naturaleza humana. El sentido moral y de la justicia fueron las cualidades que no supo darles Prometeo a los hombres; cuando les dio la técnica que no sabían manejar adecuadamente. ¿Sabemos ahora? Si no fuera así —y no lo parece—, la política cobraría en nuestros días una importancia mayor aún que la que siempre ha tenido. Tendría que ser una nueva manera de hacer política, al servicio del pueblo y no de intereses políticos. La política convertida en un fin en sí es la primera perversión. Necesitamos una nueva manera gestionar la economía, dirigida por una buena política, la del pueblo y no otra, en la que los intereses económicos —y los financieros más todavía— promuevan y rijan la agenda política y la pongan a su servicio; éste sería el segundo nivel de perversión de las necesidades comunes y de los intereses universalizables del pueblo. ¿Puede proponerse una nueva manera de hacer política y de hacer economía? No sabemos si será posible ni siquiera, pero hace mucha falta. Habría que comenzar por la formación de la persona pública en la que se va a depositar el cargo o la responsabilidad política. Cualquiera no puede ser un político. ¿Puede cualquiera ser médico, electricista o cocinero? Sí, cualquiera puede, pero ha de mostrarlo. Y no sólo mostrar que lo es, sino que es un buen médico, un buen electricista o un buen cocinero. El político también ha de mostrar su virtud para lo público; lo que hacemos todos pero aún mejor, de un modo excelente, eso es la virtud. Y no todos están igualmente capacitados, o bien no han recibido la formación y el entrenamiento adecuados. No estamos hablando de una elite preparada ex profeso para gobernar, ni en la academia platónica, ni en las facultades de ciencias políticas actuales. Unos necesitaran formación específica para ser aptos, pero otros lo han aprendido de múltiples maneras menos regladas y lo han experimentado en la práctica. Una persona quiere servir, ser útil a los demás —es decir, tiene vocación pública—, está preparada —tiene formación política y/o especializada en algún campo—, atesora experiencia gestionando en el ámbito privado o público. “¡Extraordinario! Dejémosle —diría el pueblo— un tiempo de prueba, a ver cómo se desenvuelve en la práctica. Es un privilegio que se concede a pocos. Tendrá que demostrar su “amor a la ciudad”. ¿Y si no es así? Simplemente no vale para la política, somos muchos más que podemos ser mejores”. En efecto, si los mejores no están en la política, quedará expuesta a los políticos al uso, que habrán sido seleccionados por otras cualidades; una selección natural que excluye —o se autoexcluyen— a los que no son como ellos —ya saben ustedes de quiénes se está hablando—. Es un asunto de vital importancia en estos tiempos en que vivimos —que estén los mejores en la política—, unos tiempos tan cambiantes y tan peligrosos por el poder de nuestros medios. El tiempo de las decisiones responsables, que hagan justicia a una vida humana en este planeta, ha llegado…

martes, 16 de julio de 2013

EL GOBIERNO DEL PUEBLO 2/5

2 – El bien común

Platón, en su propuesta de un Estado justo, lo dejó muy claro: han de gobernar quienes menos anhelan gobernar. Así el pueblo podría tener un poco de confianza en que se gobierna por compromiso y deber ciudadano y no por deseo, para satisfacer sus propios intereses o los de sus allegados personales, políticos o económicos. Ya que el pueblo no puede estar en todos los lados a la vez, pues no es ubicuo ni es un espíritu puro, tiene que dejar gobernarse. Pero no a cualquier precio, ni tiene que perder el norte de lo que hay: la voluntad es del pueblo, que constituye la única política verdadera, la otra —la política real— es voluntad delegada. Por consiguiente, es muy necesario a la altura de nuestro tiempo evaluar qué políticos de oficio queremos. El pueblo ya ha vivido muchas experiencias, sabe lo que no quiere y algo de lo que quiere. Sólo tiene que pasarlo a limpio y ponerlo en común. Y luego desarrollar mecanismos de garantía para un control de las acciones políticas. Pues siempre los intereses particulares estarán al acecho. Esperando la relajación que proporciona a veces el vivir opulento y despreocupado; esperando que les dejen hacer, que el pueblo no es competente en cuestiones técnicas; y añaden: el pueblo siempre teme el cambio, por si acaso es a peor. Acechando están, porque algunos nunca pasan de política. Seguía diciendo Platón que aquellos que se dedicaran a la política habrían de caracterizarse por su amor a la ciudad y al bien común. Por consiguiente, cualquiera no podría dirigir y administrar los asuntos ciudadanos. Lo mismo que la voluntad del pueblo no es de nadie, tampoco lo es el bien común. Está compuesto por los bienes que yo recibo colaborando con el bien de todos. Sin mi cuota de contribución al bien común, no hay bien común que me valga. Así, ayudar a lo de todos es ayudarme a mi mismo. Quien así no lo perciba tendrá grandes dificultades para ser ciudadano y estaría incapacitado de por vida para ejercer responsabilidades públicas. O debería estarlo —dice el pueblo cuando se le escucha—. Por otro lado, el respeto sagrado a lo mejor para todos, que guíe las mejores acciones, significa en realidad respeto a uno mismo. En realidad, si no aprecio lo de todos, que me incluye a mí también, no me doy el valor que merezco, no aprecio lo que soy. Yo no sería el que soy, ni podría llegar a ser lo que soy, sin mi familia, mis mejores amigos y compañeros, que no serían como son sin la tradición de la comunidad a la que pertenezco. Maltratarla y no considerar lo valioso que contenga, es tratarme mal a mí mismo. Criticarla solamente, y no tratar de enriquecerla con mis aportaciones, no es criticarla de verdad. Robarle, y no tomar solamente lo que justamente me pertenece, es tener un ladrón en mi propia casa. Si no respeto mi comunidad, no me respeto a mi mismo. O quizás, más bien, ésta es la causa...

domingo, 14 de julio de 2013

EL GOBIERNO DEL PUEBLO (1/5)

“Aquí lo ha hecho todo el "pueblo", y lo que el "pueblo" no ha podido hacer se ha quedado sin hacer” (Ortega y Gasset).

1 - La voluntad general


Pasaron los tiempos del gobierno sin el pueblo. Incluso un tirano de cualquier parte del mundo que se precie de tal ha de presentar al menos un recuento mayoritario de votos a su favor. Y está pasando el tiempo del gobierno con el pueblo, mera comparsa que legitime legal y públicamente mi cuota de poder cuando ha llegado mi turno de gobernar. Un medio de satisfacer mis propios intereses y los intereses de aquellos de los que ha dependido mi ascenso triunfal al poder. Sin embargo, yo no tengo ningún derecho a gobernar. El gobierno siempre es del pueblo y por el pueblo. Y como no puede ocuparse de todo, delega algunas funciones transitoria y provisionalmente en los que encuentre más capacitados para plasmar su voz. El poder ejercido socialmente no puede no ser más que siempre un medio. Otra cosa es la potencia de ser de cada uno, que ha de desplegar y desarrollar para ser el que se es. Es un medio porque la democracia, bien entendida y bien ejercida, la hemos buscado históricamente para el desarrollo de la potencia de ser de un pueblo, ya sea local o mundial, que es una y la misma en todas partes, aunque pueda mostrarse de distinta manera en cada sitio y en cada oportunidad. Por consiguiente, nunca se puede instrumentalizar, sino que toda herramienta político-social que vayamos a poner en acción ha de estar a su servicio. De ahí que la voluntad general del pueblo sea inalienable y sea algo incondicionado (ya lo descubrió Rousseau). Nadie es más que nadie, ni nadie puede ser la voz del pueblo. Nunca. Porque la voluntad de ser del pueblo es de todos y de nadie en particular. Y menos aún cuando una voluntad particular  es capaz de volverse contra la voluntad general. Porque nunca puede estar hipotecada, sino de manera que siempre quede libre para expresarse. Nadie puede expresarla. Continuamente está por expresar y nunca permanece ya expresada del todo completamente. Y como la voluntad del pueblo jamás está plasmada de un modo perfecto, sólo existe una manera de saber si una acción del gobierno —siempre delegado— va por buen camino: preguntándole al pueblo, contando siempre con él. Sin embargo, un pueblo concreto —reunión de ciudadanos que son personas— no es tampoco la voluntad general del pueblo, aunque sí puede ser una expresión actual de ella. La voluntad de un pueblo concreto es falible, pero toma decisiones propias. No es autónoma completamente, pero puede llegar a ser mayor de edad. Con sus altibajos, va conociéndose a sí misma y rectificándose y centrándose. Poco a poco aprende a ser pueblo y a hacer un uso público de la razón (Kant). La razón nunca se posee de un modo absoluto, pero podemos defender lo que es razonable en cada momento oportuno, en el kairós de la vida humana. Y sin esta ficción, está mínima utopía, ¿cómo podremos parar tanta injuria, tanta corrupción, tanta servidumbre, tanta hipocresía, tanta desgracia política que luego se sufre social y personalmente? El pueblo está cansado, en todos los sitios, pero no va a desfallecer. Y jamás tiene que dejar de estar alerta. Todos sus sensores funcionando para ser él mismo. Puesto que muchos intereses particulares no dejarán de ver el espacio público como un buen pastel o una buena merienda…

domingo, 7 de julio de 2013

UN MOMENTO FILOSÓFICO



     Con ocasión de la lectura del libro Las preguntas de la vida, de Fernando Savater.

El lugar propio de la filosofía practicada es el espacio público. El tiempo filosófico se configura en función de los participantes, pues se da cuando es recreado por ellos mismos cada vez que sucede. Las vistas del atardecer y la complicidad de la cercana noche hicieron el resto. ¿Imaginan ustedes que puedan reunirse un amplio grupo de personas para hablar no de filosofía sino filosóficamente? ¿Y que dichas personas frisaran una edad avanzada en su mayoría y hayan seguido trayectorias vitales tan dispares como la de una maestra jubilada o la de alguien con estudios básicos que se ha dedicado toda su vida a cuidar de su casa, tarea en absoluto insignificante? Y ya decimos, desde este instante, que no era propiamente un “café filosófico”. En la terraza de la última planta de la biblioteca municipal de Castro del Río, la tarde-noche del pasado viernes 6 de julio se realizó todo un trabajo filosófico a raíz de la lectura del libro de Fernando Savater Las preguntas de la vida. Lo habían leído entre todas, capítulo a capítulo, durante los últimos meses y ahora tocaba realizar un balance de lo que se había alcanzado, para ayudar a lo cual fui invitado. No fue necesario mucho esfuerzo, pues eran participantes ya versadas en esto del filosofar, muchas de ellas acostumbradas al diálogo filosófico.

Se discutió del universo, del tiempo humano y del vivir juntos, capítulos que más hondo habían calado. Brotó por sí solo el deseo de profundizar. Seguimos un esquema de trabajo a modo de taller filosófico sui géneris. Profundizando y dialogando entre nosotros mismos y con el autor de los textos. Sin darse cuenta, practicaron la técnica del comentario de textos (seguro que así les gustaría más a mis alumnos, con nocturnidad y alevosía, bajo un foco central que competía con la luz de la luna). Por grupos eligieron un párrafo, que más les había inquietado, que mejor podíamos disfrutar entre todos. Durante cinco minutos. Y otros cinco minutos para pensar juntos el problema principal que abordaba. ¿Y qué tesis defendía el autor sobre dicho problema? ¿Estaría de acuerdo todo el grupo, después, sobre el problema y la doctrina hallados? Y lo más crucial para que la discusión fuese nuestra —personas del siglo veintiuno—, ¿a dónde nos llevaba la respuesta del autor? Se transformaba, de este modo, la tesis en hipótesis de trabajo. ¿Estamos de acuerdo? ¿Nos dice algo valioso a nosotros mismos? ¿A qué territorio nos podía conducir? ¿Cuáles eran sus ventajas, sus inconvenientes, o bien, cuáles eran las dudas que no nos suscitaba, que no eran claramente ni un beneficio ni un perjuicio? (Adaptamos así una parte del método del profesor Manuel Segura, muy recomendable)

Cabalgando sobre este sencillo procedimiento, circulamos practicando el funambulismo en el entorno de la misteriosa posibilidad de un principio antrópico del cosmos (que apunta o se encamina hacia el hombre), siguiendo a Robert Dicke (recogido también por Stephen Hawking en su Breve historia del tiempo): “Puesto que hay observadores en el universo, éste debe poseer las propiedades que permiten la existencia de tales observadores” (p. 130). Y tendríais que haber estado allí, puesto que la reflexión nos llevó hacia la trastienda la búsqueda de la verdad, hacia la posibilidad de entendernos con otras civilizaciones extraterrestres a través de una lógica básica común y hacia otros territorios poco frecuentados en nuestra habitualidad del vivir, a partir del anterior truismo (o verdad obvia y trivial, aparentemente al menos).

Y el tiempo, ¿no es enigmático? No podemos fijarlo en el pensamiento, siempre está en movimiento. Este “ahora” ya no es, cuando me estoy fijando en él. Incluso el pasado y el futuro parecen más manejables. ¡Pero el uno ya no es, y el otro todavía no es! Y sin embargo el real y actualizado presente “lo vemos venir y lo vemos alejarse, pero nunca estar. Y, ¿cómo podemos determinar qué cosa “es” lo que nunca “está” (p. 245). (Ya estáis observando que les va lo metafísico). Y aunque ese “ahora” parece que se nos escapa continuamente entre los dedos, ello no obsta para que lo apreciemos como el único lugar en que estamos viviendo con plenitud. Y si alguno está pensando en los niños o en el animal como privilegiados experimentadores del presente actual, sin las distracciones que a los adultos —forjados por el pasado que hemos sido y que a menudo caemos frustrados en las garras del deseo futuro nunca realizado del todo— nos apartan de saborear lo único que tenemos, el momento presente, que sepáis que podemos saborearlo mejor sin le añadimos la conciencia y la autoconciencia que nos caracterizan como seres humanos.

Y finalizamos el taller ya bien entrada la noche —tanto que apenas nos distinguíamos los rostros pero sí muy bien nuestras voces y sus tonos— con el comentario a un párrafo que acababa con un dicho muy verdadero de Goethe: “saberse amado da más fuerza que saberse fuerte” (p. 214). El amor, de muchos tipos que los hay, y el más genérico de la filía, o amistad —de quienes se eligen mutuamente por la afinidad propia de aquellos que se aportan mucho siendo cada uno tal como es—, se basan en la simpatía, un sentir con el otro sin lo cual no habría relaciones personales verdaderas ni verdaderas sociedades. Sin mi capacidad de ponerme en el lugar del otro, tan humano como yo mismo, solamente encontramos sicopatías sociales o individuales de distinta ralea, que nos conducen a mal vivir y a mal convivir. Porque como acertaba a sugerir Sócrates, todo ser humano busca su bien, pero lo hace a veces a través de caminos tortuosos o dañinos —basados en creencias o juicios limitados— que le alejan de su verdadero bien. Y la principal ignorancia es la de olvidar que el otro es como yo, pues busca, siente y necesita básicamente lo mismo que yo.

Y no penséis que esto fue todo lo que pasó aquella noche, que fue mucho más. En muchas ocasiones se expresó como una sola mente.

lunes, 1 de julio de 2013

Elogio (filosófico) de la música


La música es para el alma lo que la gimnasia para el cuerpo (Platón).

Entonces, (en el estado de pura contemplación de la belleza) lo mismo da contemplar la puesta de sol desde un calabozo que desde un palacio (Schopenhauer).

La música es un ejercicio metafísico oculto para aquel espíritu que no sabe que está filosofando (Schopenhauer).

Sin la música la vida sería un error (Nietzsche).


La filosofía de todos los tiempos ha buscado, y sigue buscando, la verdad, el bien y la belleza. Tres grandes búsquedas. Todas ellas son compatibles entre sí y se pueden perseguir sus objetos al unísono; pero, a veces, alguna de dichas búsquedas puede iluminar a las otras. Porque son parcelas de la búsqueda del sentido humano, de la plenitud de ser. Así fue durante mucho tiempo. Hasta que irrumpió la manera moderna de entender la relación entre el hombre y su mundo. La tecnociencia  puso en peligro el valor de dos de estas búsquedas: el bien y la belleza. Porque el sentido fue casi por completo acaparado por la búsqueda de una verdad controlable y experimentable sin sujeto, que vive, siente y sufre. Sólo sujeta a medidas y a cantidades. Objetivable. ¿Qué sentido le cabría a la libertad o al arte, si no pueden convertirse, sin deformarse —sin dejar de ser lo que son—, en objetos cuantificables? ¿Qué valor podrían tener, entonces, valores como la paz o la justicia, la felicidad, la dignidad o la esperanza?

En una época en la que el conocimiento científico ya imperaba, y en la que la filosofía podía sucumbir a la tentación de reducir todo saber y toda acción a lo cognoscible, para poder entrar así en el “camino seguro de la ciencia”, el ilustrado Inmanuel Kant le plantea a la filosofía el reto de su existencia o su disolución científica. ¿Cómo conciliar la libertad humana con la ciencia mecanicista reinante en su época? ¿Qué queda de lo humano, si sólo es cuestión de tiempo que no se distingan mucho la naturaleza humana y la no humana, lo que tiene vida y la materia inorgánica, pues todo estaría regido por leyes universales y necesarias, que se cumplen siempre y para siempre? ¿Cómo puedo entenderme a mí mismo si lo que pienso y lo que hago no puedo decir que me tenga a mí como sujeto, si no soy yo el que vive o actúa? ¿Qué sentido tendría elegir o decidir, si sería mi sino elegir esto o aquello? Sobra la ética, sobra la política, sobra el arte, sobra el amor… Si dios no existe, no todo estaría permitido, pero, si cae la moral, ¿qué nos cabe esperar? ¿Cómo podríamos pensar y juzgar lo que nos está pasando hoy en día?

No, todo no ha sido hecho para convertirse en fenómeno objetivable. No todo se puede conocer como se conoce la velocidad de un móvil en función del tiempo y el espacio recorrido, lo mismo que conocemos la composición molecular del agua o lo que necesita una planta para poder sobrevivir. No se puede conocer, pero se puede pensar y tratar de dar sentido a lo que somos, a lo que hacemos y a lo que queremos ser. Y sin esto, el ser humano no puede vivir. Podrá sobrevivir como un organismo, pero no podrá vivir, pues no sólo de pan vive el hombre. A este nivel de realidad, más allá del ser fenoménico, lo llamó Kant noúmeno o “cosa en sí”, inteligible pero no demostrable empíricamente; lo que debe ser o lo que proyectamos ser, que nunca puede ser reducido ni agotado, como se agota un recurso. Las ciencias y sus expertos nos pueden informar de los hechos —datos a tener en cuenta—, pero la cuestión de qué vida o que mundo queremos vivir siempre sigue pendiente de un sujeto que —junto a otros— así lo decida, lo instaure, forjándolo desde la experiencia de lo dado, o simplemente, porque nos guste. ¿Acaso no podemos recrearnos simplemente en la contemplación estética de lo que nos está pasando alrededor de nuestra vida? Tampoco sin esto vivimos. Sobrevivir, quizás, pero sería una vida incompleta, pues le faltaría la vida del espíritu. No sabemos si somos también espíritu, mas no podemos vivir sin la conciencia de que vivimos. No queda mucho de lo más propiamente humano sin la autoconciencia. Y a ella contribuye, y no poco, la experiencia estética, que nos proporcionan las variedades de lo bello y que las artes nos ayudan a recrear. Cada una con sus materiales de este mundo: el color, la palabra, la textura, la forma, el tiempo y el espacio, el ritmo, el sonido y el silencio. Cada una abriéndonos mundos nuevos, otras posibilidades de vivir, desde lo más cotidiano a lo más sublime o divino.

La filosofía también nos lo ofrece, aunque de otro modo. No es fácil expresarlo mejor que María Zambrano; lo dice en su Filosofía y poesía: “El filósofo quiere lo uno, porque lo quiere todo, hemos dicho. Y el poeta no quiere propiamente todo, porque teme que en ese todo no esté en efecto cada una de las cosas y sus matices; el poeta quiere una, cada una de las cosas sin restricción, sin abstracción ni renuncia alguna. La cosa del poeta no es jamás la cosa conceptual del pensamiento, sino la cosa complejísima y real, la cosa fantasmagórica y soñada, la inventada, la que hubo y la que no habrá jamás. Quiere la realidad, pero la realidad poética no es sólo la que hay, la que es; sino la que no es; abarca el ser y el no ser en admirable justicia caritativa, pues todo, todo tiene derecho a ser hasta lo que no ha podido ser jamás. El poeta saca de la humillación del no ser a lo que en él gime, saca de la nada a la nada misma y le da nombre y rostro. El poeta no se afana para que de las cosas que hay, unas sean, y otras no lleguen a ese privilegio, sino que trabaja para que todo lo que hay y lo que no hay, llegue a ser. El poeta no teme a la nada”. Y lo que dice la filósofa veleña de la poesía valdría para cualquiera de las artes. El artista no teme a la nada, porque la nada en que está situado —tan cómodo que nada le falta— es la nada de los hechos, la nada científica, que es el todo de los sueños y de la realidad imaginada; real con la sola condición de que seamos —los que participamos de la vida— capaces de apreciarlo. Lo que no es todavía nos está preparando para que podamos ser, si nosotros queremos y nos merece la pena. Así que nuestro arte “saca a la nada de la nada misma y le da nombre y rostro”. A través de una obra de arte singular, material y circunstancial. Le sobran las palabras y faltan las palabras.

Está la mirada metafísica del filósofo y está la mirada del artista. Dos miradas; no nos perdamos ninguna. Y la del artista es más libre todavía. La lógica, el ser, el deber ser, lo mejor y lo correcto, lo justo y lo injusto, lo que es y lo que no es, son fronteras frágiles para la creación y la contemplación artísticas. Porque hay niveles de comprensión ulteriores, en donde la filosofía quizás se queda un poco corta a veces. Además el arte sabe jugar, un lujo que el filósofo no puede continuamente celebrar. Al arte le está permitido sorprenderse continuamente, bendecir lo que hay y redimir con constancia el azar necesario (ananké) que es la existencia. Maravillarse y maravillarse, sin afán teórico ni práctico. Tampoco tiene que correr el riesgo de creerse sus propias construcciones. El artista, frente al metafísico, sabe lo que está haciendo, que sus creaciones son creaciones y nunca lo olvida. Denuncia Friedrich Nietzsche que el metafísico sucumbe en ocasiones a la tentación, demasiado humana, de querer finalizar la búsqueda y descansar antes de tiempo.

Según Arthur Schopenhauer, su maestro en la voluntad de vivir, el arte llega más lejos. La contemplación estética emerge “cuando el hombre, elevándose sobre la manera ordinaria de considerar las cosas por la fuerza del entendimiento, no se limita ya a buscar las relaciones entre aquellas cuyo último resultado es siempre un nexo con su voluntad y está sometido a la configuración peculiar del principio de razón; es decir, cuando no investiga dónde, cuándo, el porqué y el para qué existen, sino únicamente lo que las cosas son”. El arte es capaz de parar la “rueda del tiempo”, todo lo demás desaparece, la multiplicidad espacio-temporal, y sólo queda lo esencial, lo que importa en el mundo. La obra de arte es un medio para facilitar esta comprensión inmediata. Y al alcance de todos, los que se hayan cultivado un poco a sí mismos. Añade Schopenhauer en el libro tercero de El mundo como voluntad y representación que “todo querer nace de una necesidad, por consiguiente, de una carencia y, por lo tanto, de un sufrimiento” y “ningún objeto de la voluntad puede dar lugar a una satisfacción duradera, sino que se parece a la limosna que se arroja al mendigo y que sólo sirve para prolongar sus tormentos”; “de este modo el sujeto de la voluntad está atado a la rueda de Ixión, está condenado a llenar el tonel de las Danaides, al suplicio de Tántalo”. Pero a veces nos es dada —y el arte nos acompaña— la conciencia contemplativa “de un modo desinteresado, sin subjetividad, de una manera puramente objetiva, entregándose a ellas plenamente, en cuantas son puras representaciones y no meros motivos; entonces la tranquilidad, buscada antes por el camino del querer y siempre huidiza, aparece por primera vez y nos colma de dicha. Surge entonces aquel estado libre de dolores que Epicuro encarecía como el supremo bien, como el estado de los dioses, pues en aquel instante nos vemos libres del ruin acoso de la voluntad, celebramos el sábado de la voluntad y la rueda de Ixión cesa de dar vueltas”. Fue suficiente que Orfeo entonara su música para que todos los tormentos de los condenados del Hades cesaran y se calmaran por primera y única vez.

Pues la música existe aparte de todas las demás artes y consigue llegar aún más lejos, más cerca de nosotros y el mundo, en realidad. No puede evitar Schopenhauer la emoción al referirse a la música. Le faltan las palabras. Y con más motivo a nosotros. Pues la música parece estar dirigida a la esencia interior, más íntima, del mundo y de nosotros mismos. La buena filosofía expresa la esencia del mundo en conceptos muy generales, pero si fuera posible “reducir a conceptos la esencia de la música, es decir, lo que ésta expresa, esto sería una suficiente explicación del mundo en conceptos, o cosa equivalente, es decir una verdadera filosofía”. La conciencia del límite no tiene límites, la conciencia del tiempo no es temporal, la conciencia de los objetos no puede ser objetivada, pero, si pudiéramos expresar en conceptos lo que nos dice la música, accederíamos a la voluntad misma que anima el mundo en cuando tal mundo. Y como no es posible en conceptos, nos bastan por ahora las hondas emociones a las que el lenguaje universal de la música nos conduce. “Veo yo —sincero Schopenhauer— en los tonos más bajos de la armonía, en el bajo fundamental, los grados inferiores de objetivación de la voluntad; a saber: la naturaleza inorgánica, la masa de los planetas (…). Las voces que están más cerca del bajo son los grados inferiores, los cuerpos aún inorgánicos, pero que ya se manifiestan de muchas maneras; las más altas me recuerdan las plantas y el mundo animal (…). Por último, en la melodía, en la voz cantante, la que dirige el conjunto, la que marcha libremente entregada a la inspiración de la fantasía, conservando siempre desde el principio al fin el hilo de un pensamiento único y significativo, yo veo el grado de objetivación de la voluntad, la vida reflexiva y los anhelos del hombre”.


La música no nos emancipa sólo de los quehaceres cotidianos y nos libera de los  dolores que a veces conlleva la vida, nos emancipa para que vivamos mejor en adelante. Dosis transitorias que producen un efecto duradero. Situándonos fuera del tiempo, en ese instante en que vemos el mundo como objeto, siendo nosotros sujeto, sin las sujeciones diarias, el arte musical nos acompaña a las puertas de una percepción más pura, más universal, más profunda, que nos permite entender quiénes somos contemplando el mundo en la totalidad de la que forma parte la existencia humana. Así que necesitamos la mirada musical para apreciar mejor el mundo. ¿Cómo puedes vivir sin la música? Aunque sea de vez en cuando, y si es posible, de cuando en vez.

(Publicado en la revista de la Biblioteca del IES Juan de la Cierva, número 8, Musicae, junio 2013, pp. 1-4)