Marc Sautet au Café des Phares (Paris 1994) Photo: Wolfgang Wackernagel

sábado, 26 de octubre de 2013

Sobre el destino humano

Café filosófico Almenara 5.1
18 de octubre de 2012, Sala de biblioteca, 17:30 horas.


         
 “No pretendas que los sucesos sucedan como quieres, sino que quiere los sucesos como suceden y vivirás sereno” (Epicteto).

“La esencia de la sabiduría es la total aceptación del momento presente, la armonía con las cosas en el modo en que suceden. Un sabio no quiere que las cosas sean distintas de como son; él sabe que, considerando todos los factores, las cosas son inevitables. Es amigo de lo inevitable y, por lo tanto, no sufre. Puede que conozca el dolor, pero éste no lo alterará. Si puede, hará lo necesario para restablecer el equilibrio perdido, o dejará que las cosas sigan su curso” (Nisargadatta).



¿Existe ya nuestro destino?

 “Se te ha caído alguna verdad —alguna creencia— últimamente y se ha hecho añicos”. ¿Lo has pensado? Si hubieras asistido al primer encuentro filosófico de la temporada en la sede del IES Almenara, habrías tenido tiempo para hacerlo. Está bien, de vez en cuando, tener tiempo para hacer una revisión de mis “verdades”, supuestamente verdaderas en un momento dado. Ellos lo hicieron, y fue edificante. Antes pensaba que el feminismo era la mejor idea, pero contenía un prejuicio: no escuchaba a los dos lados (las cosas no son siempre como parecen). Antes suponía que el egoísmo era siempre negativo —así me lo enseñaron—, pero he descubierto un egoísmo no egoísta. Pensaba yo que podía ayudar a los demás de una manera, y ahora he descubierto que también lo puedo hacer de la manera que me ha caído en suerte. No aceptaba aquello que dice que “del dicho al hecho va un buen trecho”, ahora veo que es muy difícil ser completamente coherente al actuar, pero no me importa tanto, puesto que esta nueva verdad me ha llevado a ser más tolerante con las dificultades que los demás también pasan, tantas como yo. Ya veis, amigos, reconocer la desviación propia, un error, nos lleva a evolucionar. Altruismo, egoísmo; egoísmo, altruismo, que en ambos hay de ambos, apostilla Prudencio en referencia a la segunda intervención; sigue siendo una verdad para él. La felicidad completa no existe; es bueno recordarlo. Así finalizó esta fase de la discusión.

Y después se sumergieron, con la piel puesta de Edipo, en la tragedia de la existencia humana. Tal fue la intensidad de la aproximación a la tragedia edípica que quedaron casi inundados, desbordados, ahogados casi del todo en la hondura de su abismo. Oscuro y sin forma. Sin salida, solo la desesperación y la negación. Donde la aceptación es resignación y la resignación inaceptable. “La noche de los muertos vivientes”. Y no es una película de terror. Ellos vivieron por un rato el pánico que a veces produce la existencia humana, si no hay salida porque no hemos abierto una puerta adecuada, la que sea más luminosa. Trataré de contarlo como lo registré. Vosotros podréis observar sin riesgos, pero conviene aprender. Os pasará, y de vosotros dependerá cómo vais a sobrellevarlo.

El destino, la falta de solidaridad, el sentido, el paso del tiempo, la fuerza de la costumbre. Pero el tema del día: el destino. ¿Existe ya nuestro destino? Escrito de algún modo…

—No, me niego. Aunque, a veces… hay casualidades que se van concatenando, que parecen responder a causalidades. ¡Será el destino! Pero me niego. ¡No quiero! Yo soy una científica.
—Pero, ¿qué busca la ciencia? ¿No busca leyes causales?

Sigue preguntando el moderador —para deshacer un poco la perplejidad aparente—, si el destino contiene causalidad o, más bien, su fuerza es debida al azar. O dicho de otro modo, desde lo que tememos perder con la idea de destino: la libertad, ¿a qué está ligada, al azar o a la causalidad? La perplejidad no desaparece. Persiste. Entonces, Prudencio, que atesora larga experiencia y profusos conocimientos de la filosofía orteguiana, sentencia que la libertad está unida a la causalidad. (Aunque bien es cierto que el azar es la otra cara del destino, pues, al ser desconocido éste, se nos presenta como un azar —“ananké”, lo nombraban los antiguos griegos—, algo insondable, inescrutable para el hombre, aunque “físicamente” necesario e insoslayable para todos los seres.

—“Yo soy yo y mis circunstancias”, eso soy yo.
—De ninguna manera pueden ir ligadas libertad y causalidad —responden casi juntos algunos de los participantes que se suman a la persona que se negaba inicialmente a aceptar el destino (la tesis).
—Es compatible —responde la antítesis.

No se sabe cómo, pero a algunos de los integrantes de la discusión —y también al moderador, todo hay que decirlo—, se les viene a la mente un modelo paradigmático de nuestra cultura, que ya os anunciaba al comenzar este relato: el mito de Edipo. ¿Lo conocéis? Es importante. En la reunión de aquel día se tomó como campo de pruebas para salir de la perplejidad en la que estaba sumida. A ver…, teníamos allí, para la ocasión, a una experta en cultura clásica, así que con su ayuda se hizo un repaso a lo fundamental de la historia de Edipo rey: la profecía del padre, su intento de evitarla desprendiéndose del hijo que había de matarle cuando fuera mayor y casarse con su propia madre y tendría hijos con ella; el intento del hijo (Edipo) por evitar cumplir su destino marcado por el oráculo de Delfos, quien, inconsciente, decide no volver a la casa de su padre adoptivo; el encuentro desgraciado y fortuito (aparentemente) entre ambos, padre biológico y su hijo, en un cruce de caminos, que nuestra experta en clásicos conocía en persona puesto allí había estado no hacía mucho, ¡en el mismo cruce de caminos en que se encontraron Layo y Edipo!; la huída hacia adelante de Edipo después de haber matado a su padre sin saberlo, la derrota de la Esfinge, su proclamación como soberano del trono vacante del rey Layo, el casamiento triunfante con su viuda reina y madre… ¡Todo se estaba cumpliendo! Edipo era ahora el rey y debía descubrir al asesino de Layo, que ¡era él mismo! La tragedia acechaba cada vez más: cuando fue consciente de lo que había hecho, de lo que no había podido evitar al tratar de evitarlo, Edipo se arrancó los ojos, su mujer, y esposa, se suicidó y él se autoexilió. Un desterrado, que no merecía su tierra, un apátrida desarraigado, un descastado, que no merecía nada, sólo vivir muerto, un muerto en vida, un muerto viviente. Era su condena. Cargar con la pesadumbre y la tragedia de su propia soberbia  al desafiar su destino y no querer acatarlo.

¿En dónde estaba la tragedia de Edipo? ¿Habría tanta tragedia si no se hubiera resistido tanto? ¿Era tan culpable, si no podía evitarlo? ¿Qué hemos de hacer con lo que no podemos evitar, lo que no depende de nosotros? ¿Aceptarlo o negarlo, como hizo Edipo?

—Aceptar tu destino es resignación. Y esto es inaceptable. Por desgracia, tenemos un ejemplo demasiado cotidiano de lucha, de personas inmigrantes que no aceptan su situación de penuria y no se resignan, luchan y, por desgracia, eso les lleva muchas veces a morir en una patera.
—Pero, para no resignarte y luchar,  ¿no hay que aceptar primero? —pregunta de nuevo, el moderador.

Esta idea, su posibilidad, se estrellaba contra el muro mental, una y otra vez, de algunos de los participantes: “Por favor, aceptar es resignarse”.

—Además, si aceptamos la idea de nuestro destino, ¿qué hay de la responsabilidad moral de nuestros actos?
—¿Sabemos si existe “nuestro destino” o “el destino”? —pregunta el moderador. ¿Lo podemos saber?
—No —se responde.

Acudiendo, de nuevo a Ortega y Gasset, Prudencio afirma que estamos destinados a actuar, debido al instinto de superación, propio del ser humano.

—¿Estamos destinados a eso?
—Sí, ¿por qué no? Llámalo “condición humana” y no destino. ¿Estaríamos de acuerdo llamándolo así?
—Así sí.
—Veamos —introduce el moderador—, tomemos a la muerte y planteemos la misma cuestión: es inevitable, ¿verdad? ¿Es mejor aceptarla o no aceptarla?

La situación no se clarificaba, a pesar de todos los intentos, y los intervinientes vagabundeaban de una a otra cuestión, resistiéndose, sin ser capaces de agarrarse a las rocas de una isla que quizás se hallaba tan cercana a ellos. Mientras tanto, el moderador no se mostraba capaz.

—Está bien, no sabemos si estamos destinados, es un misterio. Pero, ¿se puede investigar lo que soy?
—Sí a través de tus gustos, de tus inclinaciones…, —señalan algunos participantes.
—¿Y no son eso regularidades tuyas, que te hacen ser lo que eres?

La perplejidad era manifiesta. Había una gran resistencia. Al moderador tan sólo se le ocurrió invocar —cosa que no debe hacer, pero lo hizo— una noción kantiana que daría sentido, al menos, a la acción moral humana: no sabemos si somos libres o si nuestra trayectoria vital está marcada de antemano —ni siquiera la ciencia lo podría decir—, pero eso no resta valor a mis decisiones, a mis elecciones. Como no lo sé, he de actuar como si fuera libre. No me queda otra como sujeto moral. Esta idea gustó mucho a los participantes. Algunos la adoptaron rápidamente como suya. Sin embargo, era tan sólo una respuesta ética al problema. El problema metafísico del destino quedaba casi inédito. Y todo porque al moderador no se ocurrió en ese momento plantear esta simple pregunta: ¿Aceptar es resignarse? (De ahí que el arte de preguntar sea un arte).

Si os fijáis bien, durante toda la reunión, todos fueron Edipo: la conciencia de un destino al que no podríamos escapar, una causalidad insondable, a la que no queremos entregarnos. ¡No queremos eso! La mano aferrada a nuestro cuello, que es la resignación, nos oprime, nos ahoga. Todo lo que nos han enseñado se rebela contra ello: sería pasividad y amargura. Pero, de verdad, ¿nos lleva necesariamente a la pasividad y a la amargura? ¿Aceptar es resignarse? ¿No es necesario primero aceptar lo que me pasa, lo que soy, asumirlo, para ir más allá de ello, si no me satisface? Si no soy consciente de lo que me ha sido dado, podré sacarle el máximo partido, podré vivir mejor? ¿La aceptación lleva a la inacción, a la impasividad y a la resignación? ¿Es sólo, y para siempre, un trago amargo? ¿No podría ser una nueva luz con la que iluminar el sentido de mi vida y tener algo que hacer con ella? ¿No sería así más justa mi acción —más ajustada— con lo que es, con lo que soy? Si, por ejemplo, me siento solo, ¿no tendría que comenzar asumiendo que estoy solo para no amargarme y, a partir de ahí, tratar de hacer algo, lo que pueda, siendo consciente de lo que hago? Estas cuestiones, como os podéis imaginar, no se trataron en el encuentro de aquel día. Son para el encuentro contigo.

sábado, 19 de octubre de 2013

Sobre las modas

Café filosófico Juan de la Cierva 2.1
10 de octubre de 2013, Biblioteca IES Juan de la Cierva, 17:00 horas.
  
¿Por qué hay modas?
  
De nuevo —un nuevo curso— celebramos nuestro viejo café filosófico, que inauguró Sócrates y quedó tan bien plasmado en el banquete platónico, sin tener que irnos más lejos. En esta ocasión, para dialogar sobre las modas. La asistencia al encuentro fue escasa —ya contaremos si el avanzar del curso va trayendo más participantes—. Y, sobre las modas, se atrevieron a lanzar una mirada sociológica, que más tarde, se transformó en metafísica. Ya veréis, ya. También podréis saber si las modas tienen que ver con las ideologías. ¿Qué tiene que ver un gurú de la moda actual con un nazi goebbels cualquiera? Atentos.

Los participantes tenían “algo mínimamente claro” y, como eran jóvenes muy aplicadas, en ese momento captaban con nitidez la  importancia de estudiar y de aprender (veterinaria, egiptología, ingeniería industrial…) para cuidar de los animales, salir de aquí, ir a Corea del Sur… Pero también podían haber tenido más claro —si hubieran tenido más años— que siempre hay alguien que ha pasado por lo que tú has pasado, y que ha sufrido también, lo cual te regala una lección de serenidad para afrontar sucesivos pesares que vayan viniendo en el transcurso del vivir.

Quedaba patente la importancia de la educación, pero el tema más deseado aquella tarde fue la pasajera moda. Mejor, “las modas”, que son muchas y cambiantes. ¿Quién las crea? ¿Por qué hay modas? Aunque, antes de abordar juntos la temática, habría que aclarar conceptualmente cuándo estamos delante de una moda, es decir, qué la caracteriza. Y nuestros sociólogos amateurs te lo hubieran dicho muy rápido y muy nítido, si hubieras estado allí: ha de darse un seguimiento masivo, es siempre pasajera y es cíclica, y son siempre todo presente. ¡Así son las modas! ¡Y tú podrías haber añadido algo!

—¿Por qué hay modas?
—Por aburrimiento de lo hay y de lo que tenemos.
—No, más bien son diseñadas. Son diseños de autor. Se coge por banda un buen “gancho”, un famoso, se presenta bien lo que se quiere que sea una moda y… listo para servir.
—Pero no, porque una moda puede responder simplemente al deseo de identificarte con un determinado grupo.

De acuerdo. Los jóvenes y los adultos sabemos mucho de esto. Las modas sirven para identificarnos —y para diferenciarnos—, pero muchas modas son masivas, masificantes, nos masifican. Así que el grupo de sociólogos allí reunido estableció que hay modas generales y modas de grupo. ¿Y qué podrán decir del mecanismo que las hace modas pasajeras? ¿Por qué pasamos del “no me gusta” al “me gusta”? (Se pusieron muchos ejemplos de modas pasajeras sorprendentes, con las cuales estuvieron divertidos los participantes durante un largo rato; tú conoces también muchos casos de algo abominable que más adelante resulta ser muy querido). La respuesta que dieron tomaba la “costumbre” como mecanismo coadyuvante del triunfo de una moda inesperada. Te acostumbras a verlo tanto en otros que ya no lo ves tan mal en ti, incluso llegas a desearlo. Y esto puede ocurrir más conscientemente o menos. Y en muchas ocasiones es tan inconsciente que nos pasa totalmente desapercibido.

Comienza el grupo a discutir hasta qué punto dicha costumbre, que hace que te guste lo que antes no te hubiera gustado ni por asomo, puede haber sido precocinada por parte de de algún actor interesado —recogiendo así una idea anterior—, pero uno de los participantes adultos recuerda la historia de una campaña fallida de una nueva Coca-cola (tuvieron que volver a la receta anterior). También hay modas fallidas, así pues. ¡Cómo no iba a haberlas! Se nos puede condicionar, pero no determinar. ¡Menos mal! Pues bien, esta discusión da pie a elaborar entre todos una pequeña teoría acerca del triunfo de las modas. ¿Por qué unas triunfan y otras fracasan o, al menos, no disfrutan de mucho seguimiento, pasando inadvertidas? Y se esboza lo siguiente: los gustos poseen una evolución propia, diferente a la evolución de las modas, sobre todo de aquellas que pretenden imponerse desde determinados intereses comerciales; pero a veces, en algunos momentos, en algún punto, conectan, y éstas son las que triunfan de una manera apabullante. ¿Qué te parece esta teoría?

Unos minutos antes de que se incorporara a la reunión una veterana de nuestros cafés filosóficos, uno de los participantes —antes de tener que ausentarse— propuso un cambio de rumbo que el grupo acogió con ganas: si puede haber modas también en el plano del pensamiento.

—¿Modas de ideas?
—¡Claro que sí! De hecho, ni los objetos, ni las costumbres, ni los gustos pueden separarse mucho de lo que pensamos.
—Además, las ideas son el caldo de cultivo de lo que acabamos haciendo.

Y el grupo se dispuso a proponer, entonces, ejemplos de “modas ideológicas”. Y el fascismo y su contexto social e histórico de aparición secuestró con facilidad toda la atención de los asistentes. ¿Se podía establecer una analogía entre las modas y las ideologías? (Ya sabíamos de la importancia de “ser conscientes de los peligros de una religión intolerante y fanática convertida en credo social y político” y viceversa, una ideología convertida en religión[1]) Y no solamente lo establecieron, sino que observaron sus mecanismos de producción y reproducción semejantes o equivalentes.

—Pero, ¿por qué necesitamos modas? ¿Por qué las necesitamos tanto?
—Sentirse formando parte de algo es muy humano.
—Es decir: me gusta lo mismo ergo soy contigo y tu eres conmigo. Seguramente, es tan propio de la naturaleza social y gregaria humana que sin ello no comprenderíamos mucho de lo que somos y hacemos. Pero, ¿por qué esta tendencia humana a singularizar el mundo desde esta pareja de contrarios: me gusta / no me gusta.

Desde hace mucho que el moderador —cuando no es moderador— se viene planteando esta cuestión. Y como también va allí para aprender, no pudo evitar la introducción de la anterior pregunta. Se inició, así un derrotero metafísico y los asistentes supieron responder muy al envite —tú también hubieras sido capaz, no lo dudes—. ¿Por qué somos tan dados a clasificar el mundo a la manera de los opuestos: me gusta / no me gusta? Y hay muchos más contrarios. Ellos, juntos, lo señalaron: amar / odiar, bueno / malo, nuevo /viejo, vida / muerte, crear / destruir… y tantas otras oposiciones de contrarios. ¿No hay posibilidad de otra comprensión distinta del mundo? Heráclito se impuso con total naturalidad: hay contrarios y armonía, hay opuestos y equilibrio. Una nueva comprensión que, quizás, nos permitiera no dejarnos atrapar tan a menudo en la jaula cerrada de los contrarios. Ya sabéis que ahí se almacenan los desencuentros y los conflictos, las escisiones dentro de nosotros y las fracturas con el mundo. ¿Quién habría, que por un “me gusta / no me gusta”, una moda u otra, llegara a ver en el otro ser —humano o no humano— a su enemigo?




[1] Ver un café filosófico anterior sobre la religión, celebrado en la Biblioteca Municipal de Castro del Río, el 22 de junio de 2011.